Durante las últimas semanas me pregunté mucho qué quería escribir en esta editorial. Enfrentamos tantos desafíos, hay tantas cosas pasando todos los días simultáneamente que elegir un tema único e importante no me resultaba fácil. ¿Cómo ponderar cuál tenía mayor impacto e importancia?: ¿las pasadas elecciones territoriales en Colombia?, ¿guerras en el mundo?, ¿coyunturas políticas, sociales, económicas (y, por qué no, culturales)?, ¿cambios en la política latinoamericana?, ¿salud, migración, educación, tributación, género, diversidad, equidad, conflicto, narcotráfico…? No solo los temas son complejos, sino que las posturas en torno a ellos podían ser diversas y, en muchos casos, polarizadoras.
Para mí, y tal vez comparto esta sensación con muchos, este ha sido un año abrumador. Aunque, pensándolo mejor, no ha sido solo este año; sería más preciso decir que los últimos años. ¿Cuántos últimos años? No sé, aunque tengo la certeza de que de un tiempo para acá el mundo y la vida se han vuelto caóticos y difíciles de digerir y decantar. Seguro por eso me encuentro constantemente con quienes me dicen que dejaron de leer o escuchar noticias y que en esa desconexión han encontrado algo de paz.
Pero, para mí eso es simplemente imposible. En mi caso, la desconexión me trae ansiedad. Aunque, siendo honestos, la conexión tampoco me está trayendo sentido de pertenecer. Más bien me deja una sensación de impotencia y frustración, lo cual me lleva a preguntarme: ¿a cuánta información deberíamos acceder?, ¿cuáles deberían ser los criterios para estar conectados?, ¿y conectados a qué? De nuevo, no lo sé. Solo creo firmemente que este es un mundo en el que ya no podemos darnos el lujo de no estar, de no hablar, de no indagar. Las circunstancias actuales nos exigen aprender, saber y tener una voz. Desarrollar posiciones sobre aquello que no es admisible y, al mismo tiempo, transformar las narrativas que ya no nos sirven.
Reflexionando sobre todo esto creo ver un denominador común: tal vez el nuevo orden, el nuevo statu quo, con todo y lo paradójico que pueda sonar, es el caos, la incertidumbre. Quizás lo único que podemos decir llenos de certeza es que nada está claro ni es predecible. Hoy enfrentamos una nueva realidad que, de forma vertiginosa, nos cambia las reglas, nos cuestiona las creencias y nos obliga a adaptarnos de forma tan rápida que a veces ni siquiera somos conscientes. Lo contradictorio es que mientras nos esforzamos por transformarnos, al mismo tiempo estamos esperando a que la crisis pase, a que llegue ese momento en que “las cosas se resuelvan” (lo que sea que eso signifique).
Usualmente, catalogamos las crisis como algo negativo, y solo en el mejor de los casos les damos la oportunidad de que puedan traernos enseñanzas o que de ellas puedan surgir cosas positivas. Pero, ¿qué pasa si no es así?, ¿qué es eso que requerimos cambiar en nuestros modelos de pensamiento para ver a las crisis como positivas en sí mismas y, además, abordarlas desde la posibilidad?
No podemos separar a los problemas de los seres humanos que somos. Nuestros desafíos no existen en desconexión de la forma como nos relacionamos con los otros o gestionamos las transformaciones. Somos tanto parte del problema como de la solución. Somos creadores de nuestros más dolorosos contextos, pero también somos la posibilidad de transformarlos. Y es justo ahí donde está el liderazgo, porque el liderazgo vive y florece (o pelecha, como decimos en mi tierra) en la valentía de movilizar, en la capacidad de construir confianza, en ver en la diferencia un capital para ir encontrando caminos. Ahí radica el liderazgo, no en la responsabilidad de unos pocos de traer ideas.
En momentos de crisis general la humanidad ha demostrado capacidad de adaptarse. ¿Qué pasaría si dejáramos de entender nuestras crisis más cercanas como momentos específicos y más bien las empezáramos a concebir como una realidad que es permanente y nos exige, no solo adaptarnos, sino encontrar nuestra versión más creativa, más innovadora e inspiradora?
La tensión que genera el caos y la frustración de la incertidumbre solemos canalizarlas hacia necesidades de autoprotección y supervivencia. Pero, ¿qué pasaría si ahora las lleváramos hacia conexiones profundas entre seres humanos, hacia la construcción de confianza, hacia la urgencia de construir un mundo mejor?
Tal vez en mi búsqueda de un tema para esta editorial terminé escogiendo algo etéreo y desaproveché la posibilidad de hablar en concreto sobre las cosas difíciles y complejas que nos suceden… Pero, mi objetivo es invitar a la reflexión, evidenciar que cada quien tiene el poder de escoger las gafas con las que ve el mundo y que, más allá de los hechos, datos y realidad, es desde nuestro liderazgo (ojalá cada vez más colectivo) que no solo nos hacemos parte de los problemas, sino que protagonizamos los grandes cambios que necesitamos como sociedad.
Esos cambios no requieren que todo esté en calma, quieto y en paz. Por el contrario, requieren de nuestra capacidad de desafiarnos a ser mejores, a pertenecer más, a conectarnos con otros y a promover las conversaciones difíciles que necesitamos. Concluyo que hoy la desconexión no es una opción. Más bien invito a pensar el tipo (y la profundidad) de conexión que este mundo requiere de nosotros, con nosotros mismos y con otros, y a encontrar una nueva forma de pertenecer en esta realidad cuya única certeza es el cambio permanente.